La casa
abandonada en la colina siempre había sido motivo de especulación en el pequeño
pueblo. Su puerta, semiabierta y de un marrón oscuro desgastado, parecía
aguardar a intrépidos exploradores. Cuentos de susurros inquietantes y sombras
danzantes circulaban entre los lugareños, pero nadie osaba adentrarse en su
interior. Hasta que una noche, la curiosidad venció al miedo.
Lucía, una
joven valiente, decidió enfrentar el misterio que envolvía la vieja morada. Con
paso tembloroso, empujó la puerta entreabierta. El chirrido oxidado de las
bisagras resonó como un lamento en la oscuridad. Un escalofrío recorrió su
espina dorsal.
Dentro, el
aire estaba cargado de silencio, interrumpido solo por extraños murmullos.
Luces parpadeantes iluminaban una escalera que llevaba al piso superior.
Resonaron pasos invisibles, y el sonido de algo arrastrándose resonó desde las
sombras. Lucía apretó el mango de la linterna, temblando.
Al subir las
escaleras, los murmullos se intensificaron. Una puerta entreabierta en el
pasillo dejó escapar un vaho helado. Lucía avanzó, impulsada por la certeza de
que algo la observaba. Al entrar, vio una habitación con muebles cubiertos por
sábanas polvorientas.
El ruido
creció, convirtiéndose en un susurro frenético. La puerta entreabierta se cerró
sola, dejándola atrapada. Sombras danzaban en las paredes, adquiriendo formas
inquietantes. La linterna parpadeaba, revelando siluetas fantasmales. El
murmullo se transformó en risas siniestras y susurros indescifrables.
La joven,
aterrada, intentó abrir la puerta, pero resistía como si tuviera voluntad
propia. Los ruidos alcanzaron un crescendo, y las sombras se acercaron. Lucía
sintió una presencia fría junto a ella. La puerta cedió, liberándola. Al salir,
la casa recuperó su silencio sepulcral.
Desde
entonces, Lucía llevó consigo un eco de risas y susurros. La puerta, cerrada
pero no del todo, continuaba esperando a nuevos valientes que desearan
adentrarse en el misterio que yacía tras ella.